“Los seres humanos habremos de buscar la esencia del habitar” dice Martin Heidegger. La velocidad de la vida actual deja poco espacio para contemplar nuestra forma de estar en el mundo, de habitar el mundo. La casa, el habitáculo por excelencia, es el lugar en el que descansamos y nos recreamos, donde mejor nos podemos refugiar del vértigo de la vida cotidiana y es entonces el punto de partida ideal para abordar la compleja búsqueda del habitar trascendente.
Para aspirar a un habitar verdadero, la casa debe estar cimentada en el principio mismo de la verdad. Verdad sobre las nostalgias y anhelos del habitante, que dan origen a cierto programa, a cierta jerarquía de usos y cierto orden espacial. Verdad sobre la manera en que la casa se emplaza en el contexto y dialoga con el paisaje. Y verdad en el modo en que la casa se construye y los materiales que se utilizan.
Una buena casa, creemos, debe procurar ralentizar nuestro paso, hacernos morar. Administrar la sorpresa y provocar recuerdos; emocionarnos. Serenar nuestra mirada y devolvernos al mundo háptico, invitarnos a tocarla, olerla y escucharla con atención. La buena casa debe encontrarnos, con nosotros mismos y con los nuestros.
La casa Eucaliptos es un ejercicio que aspira a acercarse al habitar esencial y que surge de las anteriores convicciones. Se emplaza cuidadosamente en un terreno con una pendiente pronunciada, donde un basamento de piedra nivela tres volúmenes que se cierran celosamente hacia la calle. Gruesos muros de tabique se mimetizan con los tonos ocres del sitio, mientras que al sur un gran pórtico de concreto vuelca las vistas hacia las laderas vecinas y controla la incidencia solar.
Una fuente y un frondoso jardín dan la bienvenida al visitante que accede por un umbral de madera, un primer silencio. Ya al interior, el espacio se abre bajo una gran cubierta de madera que aloja las áreas comunes y el espacio donde todo converge: la cocina. La cocina es el epicentro, geométrico y conceptual, de la casa. Es el espacio donde arrancamos nuestros días y donde terminan las reuniones más íntimas, donde nos reunimos alrededor de la comida y donde la cotidianidad se vuelve rito.
El núcleo de la casa se conecta con los demás espacios por medio de puentes de cristal que marcan pausas e invitan a voltear a los jardines. Al este se encuentran las habitaciones, donde la altura libre se reduce notablemente para lograr espacios más acogedores, procurando la penumbra. Al oeste se aloja un gran espacio de estudio y en planta baja un área de bar, aprovechando el declive del terreno.
Los diálogos entre el rigor del módulo y la sinuosidad de los jardines se suceden a lo largo de la casa. Los materiales en bruto esperan la pátina, pues el acabado más lujoso es el paso tiempo. Y así, la casa pasa a ser un escenario, la base de lo que el habitar profundo de los usuarios convertirá en una morada.
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